Yo no sé, yo no quiero

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G y Malecón. Septiembre, 2019.

Amanece. Estoy triste.

Desde la ventana de mi hotel en Lattaquié contemplo el mar Mediterráneo.

No sé por qué recuerdo la bahía de La Habana.

 Acaso por la forma de la orilla o quizá porque hay modo de estar en Siria y a la vez en Cuba.

Jesús Orta Ruiz (El Indio Naborí)

Yo nací en el Vedado el 30 de julio de 1986, apenas unos meses después de que Marquetti le cazara el tenedor a Rogelio García y le pusiera la bola en las gradas para darle el campeonato a La Habana después de 13 años en el acto supremo de industrialismo por excelencia. Mi madre estuvo dos días ingresada antes de que yo naciera. Fui cesárea, nací a las 42 semanas y pesé 11.2 libras. Los doctores le dijeron a mi mamá que yo estaba tan gordo porque estaba pasadísimo de tiempo y que al parecer estaba muy cómodo porque no hacía el menor esfuerzo por nacer. Vago desde el día cero, coño. Yo me demoré un mes para llegar a la Habana y 5 años después de haber emigrado definitivamente lejos de ella, todavía no sé cómo irme.

Yo no tengo ninguna foto de La Catedral ni del Malecón colgada en mi casa porque no me hace falta, La Habana va conmigo a todas partes. Yo pudiera decir que La Habana es mi mamá, mi hermano, el resto de mi familia y los amigos como casas que aún tengo regados por allá. O es mi profesor de la primaria, viejito ya, al que visito cuando regreso y nos ponemos a rememorar cuando hace 25 años nos quedábamos mucho después de las 4 y 20 para seguir haciendo problemas matemáticos como preparación para los concursos, aunque en realidad ambos sabíamos que nos quedábamos solo por el placer de seguir resolviendo problemas matemáticos. O todos los cuadrados que rayamos con tiza en las paredes de los edificios del barrio para jugar al taco con un palo y una pelota hecha con una media, una bolita de desodorante y esparadrapo. O es el “chofe déjame aquí”, el “¿chofe llega hasta Tercera?”, el “chofe dame un chance atrás”, el “socio, no me tires la puerta cuando te bajes”, el “hermano, ¿se demora mucho esa pizza?”, y un montón de frases que tengo que confirmar si todavía se usan cada vez que vuelvo para no pasar por cheo. O todas las muchachas de las que me enamoré, o todas las que me hicieron mierda el corazón.

Pudiera decir todo eso, pero también pudiera decir que La Habana son lugares muy concretos. Es el parque Maceo y papá enseñándonos a mi hermano y a mí a montar bicicleta y a como agarrar el bate sin separar nunca los ojos de la pelota.  Es el parque de Palatino, donde reencontrar y despedir a los amigos de la Lenin los fines de semana antes y después del pase. Es la guarapera de la CUJAE donde refrescar la garganta con aquella cosa horriblemente empalagosa pero que servía para no desfallecer por el camino en el viaje de 2 horas en guagua hasta mi casa al otro lado de la ciudad. Es el portal del Chaplin y el “tremendo filme, ¿y ahora pa donde cogemos?”. Es el parque Lennon. Es tus besos en el parque Lennon (y en todos los demás). Es el Hubert, el Mella, la Casona de Línea, el cine La Rampa, el Trianón, el Karl Marx, el Sótano, y todos esos lugares a los que siempre llegué tarde mientras tú me esperabas con tremendo mal genio. Es la Plaza de Armas que se abre llena de luz después del tumulto y el bullicio de Obispo. Es la loma de la Iglesia del Ángel en donde nos reíamos de cualquier cosa aquel día en que te estrenaste ese vestido y donde nos tiramos aquellas fotos que ya no puedo volver a ver.  Es el parque del Quijote y el “¿cuándo pinga va a pasar la confronta de la 195?”. Es Prado entre Refugio y Colón y unos refrescos gaseados de mierda a los que me hice adicto en lo que esperaba el P11 bajo un sol imposible. Es el Latino y nosotros gritando con dos outs en el noveno “Malleta, decide tú”. Son los banquitos frente a Casa, la estatua de Calixto y el muro en G y Malecón donde más lindo y colorido se pone el sol en toda la Habana. Es nosotros abrazados viendo a Silvio cantándole al fantasma de alguien en una tarima improvisada en una esquina cualquiera de algún barrio cualquiera frente a un par de cientos de personas cualquiera. La Habana son dos cuerpos sudados, las carcajadas más estridentes, los ojos más bonitos que te miran fijo y el «ay, así, coño, así…» de un orgasmo en medio de un calor del carajo que no refresca un ventilador viejo, mientras un afilador de tijeras pregona allá afuera.

El problema es que La Habana ya no es nada de eso, salvo en mis memorias y en mi incurable nostalgia. Mi profesor me cuenta que después de jubilarse ya ni pasa por la escuela a preguntarle a los maestros casi tan jóvenes como sus alumnos si alguien está preparando a los niños para participar en los concursos. Los chamas del barrio ya no pueden jugar al taco en ninguna parte entre tanto terreno cercado y tanta mata de plátano infestada de caracoles africanos.  A Calixto lo trasladaron a otra parte y solo le dejaron los zapatos para que se sigan oxidando frente al mar. «Pipo, desde más lejos se oye más bonito», me dijo una vez mi amigo, ingeniero informático como yo y que tiene que sobrevivir con los 400 pesos de salario estatal más lo que aparece de freelancing para llegar a fin de mes, cuando le bajé esta muela nostálgica un día entre Cristales y cigarros.

Se supondría que ya tendría que haber superado esto. Se supondría que habiendo conocido gente luminosa y habiendo tenido par de experiencias francamente espectaculares caminando sucio y feliz por Spanish Harlem, borracho de cerveza y de jazz por Frenchmen Street, o ronco de tanto gritar y tostado de sol en medio de un Mundial de Fútbol en Copacabana, esta atadura sentimental insular tendería a desparecer. Se supondría que habiendo hecho amigos y habiendo tenido amores que no hablaban mi idioma ni tenían una jodida idea de quien fue El Caballero de París esta sensación de desarraigo se hubiera quedado atrás. Se supondría que el maldito tiempo hubiera hecho lo suyo. Pero ni modo, en ninguna parte se me hincha tanto el pecho como cuando bajo por Prado con un maní en la mano y el sol se cuela entre los árboles y me da en la cara de idiota sonriente al que la gente mira sin saber de qué demonios se ríe.

Es muy cabrón seguir diciendo «¿Viste quien viene a la Habana?», cómo si todavía estuviera allá. Es muy deprimente y cabrón seguir anclado a un lugar imaginario y seguir regresando una y otra vez en busca de algo que ya no existe. Envidio mucho a esos ciudadanos del mundo, a esas aves migratorias que logran desprenderse de todo sentimiento nacionalistoide y logran hacer del mundo su casa. Ya sé que «Al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver«, ya lo sé. Yo también quisiera no ser  una presa tan fácil de los resortes de la nostalgia. Imagino que al final el tiempo si hará lo suyo, que olvidaré, que dejaré atrás, que seguiré. Pero ahora mismo, yo no sé irme. Yo no quiero irme.

Escribo esto desde un Starbucks un día gris y frío de noviembre, en Winston-Salem, North Carolina. El café mocha no está mal, está caliente y sirve para calentar la garganta y traerle vida al cuerpo antes de manejar 15 minutos hasta la casa. Pienso en lo que me gustaría tomarme uno de esos guarapos horriblemente dulces ahora mismo. Llovizna. Pienso en lo bonita que es la lluvia cuando cae sobre los pinos y sobre todo este derrame de colores otoñales. Pienso en la Habana de lluvia. La lluvia que cae sobre los edificios en ruinas y se cuela entre las grietas de esas ruinas donde vive gente. Gente que nunca se va a poder dar el lujo de la nostalgia. Pienso en San Lázaro que revienta en fumarolas de vapor de tanto calor acumulado cuando llueve en verano, y en el arcoíris del después frente al Malecón, que nunca falla. Pienso que no hay ni habrá ciudad en el mundo que se moje más bella ni más lastimosamente que La Habana.

Estando

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A Ladyrene, futura madre de mi sobrino, y por ser de esas  personas detallistas que más que regalos, regala momentos. Gracias enormes por llevarme.

No estuve ahí, como no he estado en muchísimos otros ahí, que de tantos, ya se me acumulan en un rincón del cuarto, como esos pulóvers que me encantan y que ya no me quedan bien, y uno trata de no mirar para que no te golpee la certeza de que no me los pondré más, que ya fueron, que tu madre no se escandalizará nuevamente con ese letrero incorrecto, ni ella te lo elogiará de nuevo, como aquella vez.

Además, me parece sacrílego, después de leer a Mónica, Rafa o Diana, por solo citar a algunos de los envidiados, malgastar palabras sobre ese destello lumínico irrepetible que fue la noche del 3 de octubre, en el concierto de Jorge Drexler en el Teatro Nacional de Cuba, en nuestra Habana, donde no estuve, estando, si es que pueden entender este trabalenguas. Porque no hay nada más frustrante y triste que querer ser espejo de una sensación y solo reflejar espejismos, es mejor dejarla ir.

Y ya, basta de melancolías, que bien visto, si bien no tengo a la Habana, tengo un wallpaper gratuito todos los días a base Bahía de Guanabara + Cristo Redentor + Pão de Açucar, y tengo el mar, un mar que le falta a muchos. Pero aún así, esto es un intento de regalo para los que como yo, aún con borracheras semi-gratis a base de caipirinhas y cachaças, aún con rodas de samba en cada esquina, andamos con los pulóveres desechados en un rincón. A los que en algún gris de alguna ciudad escuchan el bullicio y las risas estridentes en la cola, o ven las caras emocionadas de los amigos que sabías que verías ahí, o que se mueren por un maní garapiñao de los que venden a la entrada de ese teatro.

Para ellos, para nosotros. ¿ Vamos ?